En pasaje de 2 Corintios 12:7-10, revela la sorprendente manera en que Dios actúa en nuestras vidas: no eliminando necesariamente nuestras dificultades, sino obrando a través de ellas.
El apóstol Pablo, tras recibir visiones gloriosas del cielo, confiesa haber sido afligido por una “espina en la carne”, una expresión que evoca un sufrimiento físico, emocional o espiritual persistente.
Aunque no se especifica qué era exactamente esta espina, su propósito está claro: evitar que Pablo se llenara de orgullo. Es una forma en que Dios, soberano incluso por encima de las acciones de Satanás, le concede humildad mediante la debilidad.
Pablo ruega tres veces al Señor que le retire esa espina. Sin embargo, la respuesta que recibe no es la eliminación del dolor, sino una afirmación divina: “Te basta mi gracia”.
Esta gracia no se refiere aquí únicamente al perdón, sino a la presencia constante, fortalecedora y suficiente de Dios que habita en el creyente. El poder de Dios no se manifiesta cuando nos sentimos fuertes y autosuficientes, sino cuando reconocemos nuestra fragilidad.
La debilidad humana no repele a Dios; al contrario, lo atrae. Es ahí donde su poder “reposa”, como lo hacía su presencia en el tabernáculo antiguo.
Pablo experimenta entonces una transformación en su manera de ver la vida. Ya no se gloría en sus logros ni en su espiritualidad, sino en sus debilidades. ¿Por qué? Porque cada fragilidad, cada momento de persecución, escasez, maltrato o angustia es una oportunidad para que Cristo viva y actúe en él con más fuerza.
Estas debilidades no son una vergüenza, sino el canal por el cual se derrama el poder divino. Lo que parece una desventaja se convierte en el mayor recurso del cristiano. En lugar de huir de su fragilidad, Pablo la abraza con gozo, no por masoquismo, sino “por amor a Cristo”.
El apóstol, al decir “cuando soy débil, entonces soy fuerte”, no se refiere a momentos puntuales, sino a una condición continua de dependencia de Dios. El estado de debilidad no es accidental ni transitorio; es el contexto permanente donde se recibe la fortaleza del cielo.
De hecho, una vida cristiana verdaderamente fecunda, en gozo y misión, no nace de nuestra destreza o preparación, sino de nuestra entrega humilde, incluso rota, en manos de Dios. Como el grano de trigo que debe morir para dar fruto, así también el poder del Evangelio florece cuando morimos a nuestra suficiencia.
El mensaje final es claro: no debemos avergonzarnos de nuestras carencias ni temer los valles de la vida. Son precisamente esas realidades —la inseguridad, el cansancio, el dolor, la incomprensión— donde Dios obra con mayor profundidad.
Cuando la vida se desmorona, es ahí donde se abre la puerta a una relación más íntima con Cristo. Y si hemos de escoger entre una cima sin Dios o un valle con Él, el cristiano verdadero elegirá siempre el valle. Porque ahí, en medio de nuestra agonía, vive y actúa el poder de Dios.