InicioTeología y Revelación¿Dios sólo perdona o también castiga?

¿Dios sólo perdona o también castiga?

Cuando abrimos los evangelios, descubrimos que Jesús no se limita a hablar de Dios, sino que  lo encarna, lo revela y lo interpreta. 

El Padre que Jesús nos presenta no es un juez distante, ni un legislador implacable, sino un Padre que corre hacia su hijo perdido, lo abraza, lo besa y le organiza una fiesta (Lc 15,11-32). Un Dios que no pregunta primero por el pecado, sino que abre la puerta del perdón antes de que el culpable termine de confesar.

Sin embargo, los mismos labios que pronuncian: “Ni yo te condeno, vete y no peques más” (Jn 8,11), narran también la parábola del siervo despiadado (Mt 18,21-35), donde el perdón negado se convierte en juicio recibido. 

Y en el clímax del discurso escatológico, Jesús describe el día en que el Hijo del Hombre separará ovejas de cabras (Mt 25,31-46), premiando a los misericordiosos y condenando a quienes negaron el pan, la visita, la solidaridad.

¿Se contradice Jesús? ¿Nos muestra a un Dios que sólo perdona y nunca castiga, o a un Dios que también juzga y excluye?

La misericordia que desarma

La parábola del hijo pródigo es el paradigma. Allí Dios se muestra como un Padre que espera, que corre, que cubre de besos. El hijo viene humillado, apenas ensayando un discurso de arrepentimiento; el Padre lo interrumpe con gestos de restauración. El pecado no desaparece, pero queda envuelto en un amor que lo trasciende.

De manera semejante, la mujer sorprendida en adulterio experimenta la misericordia como desarme de la violencia. Nadie la condena, ni siquiera Jesús. Pero no hay ingenuidad: el perdón viene acompañado de la exigencia: “no peques más”. La misericordia de Jesús no banaliza el mal, sino que abre la posibilidad de una vida nueva.

Pedro, el discípulo que lo negó, recibe la misma lógica: no hay reproche, sino preguntas que restauran el amor (“¿me amas?”). La misericordia se vuelve llamada y envío: “apacienta mis ovejas”.

El juicio como coherencia

Pero no podemos borrar el otro polo del mensaje de Jesús. En la parábola del siervo despiadado, la historia gira en torno a la incoherencia: un siervo que ha sido perdonado de una deuda impagable se niega a perdonar a su compañero una deuda mínima. Allí el Rey no es arbitrario: juzga al que no supo comprender ni reproducir la lógica del perdón.

En Mateo 25, la escena del juicio final no pinta a un Dios vengativo, sino a un Rey que constata la verdad de las vidas humanas: los que practicaron misericordia, aunque sin saberlo lo hicieron con Él, entran en su Reino; los que se negaron a ejercerla quedan fuera. El castigo no es capricho, es consecuencia. La misericordia recibida y rechazada se convierte en juicio.

La cruz como clave de lectura

Todo converge en la cruz. Allí se revela el misterio de un Dios que toma sobre sí el juicio del mundo para ofrecernos perdón. El castigo que merecíamos no se descarga sobre nosotros, sino sobre el Hijo inocente. Así, la justicia de Dios no es negación de su misericordia, sino su consumación. La cruz es misericordia que no niega la seriedad del pecado, y juicio que no anula la gratuidad del perdón.

¿Cómo leer todo esto en nuestra vida cristiana?

  1. No absolutizar sólo un rostro de Dios. El evangelio no nos deja elegir entre un Dios “blando” y un Dios “duro”. Nos presenta al Padre de Jesús: misericordioso hasta el exceso, pero cuyo juicio confirma la seriedad del amor.
  2. El juicio es pedagógico. No es una amenaza para atemorizarnos, sino un espejo que nos recuerda que la fe sin obras es estéril. La misericordia no vivida es misericordia despreciada.
  3. La última palabra es el amor. Si hoy hay misericordia ofrecida en abundancia, es para que aprendamos a vivir en esa lógica. El juicio vendrá solo al final, cuando la historia ya no pueda reescribirse.

Recuerda:

Jesús nos muestra a un Dios que perdona sin condiciones previas, pero que espera de nosotros la misma misericordia hacia los demás. No hay contradicción. La misericordia de Dios abre la puerta, el juicio la cierra solo para quienes nunca quisieron entrar.

Esto nos invita a proclamar con firmeza: Dios no se complace en castigar; se complace en salvar. Pero su salvación es tan real que nos transforma en misericordiosos, o nos deja al margen de la fiesta.

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