InicioSagradas EscriturasMateo 8,11: La mesa abierta del Reino

Mateo 8,11: La mesa abierta del Reino

Cuando Jesús declara en Mateo 8,11: “Y les digo que vendrán muchos de oriente y occidente, y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos”, no está pronunciando una frase aislada. Sus palabras brotan del asombro y la decepción. 

Acaba de encontrarse con un centurión romano que, pese a no pertenecer al pueblo de Israel, cree con una fe tan grande que conmueve al mismo Hijo de Dios. Ese contraste entre un extranjero que confía plenamente y un pueblo que, en su mayoría, no reconoce al Mesías, marca un giro decisivo en la misión de Jesús.

La fe inesperada y la decepción latente

El relato presenta un trasfondo teológico profundo: Israel había sido preparado durante siglos para reconocer al Mesías. Profetas, promesas y alianzas apuntaban a la llegada del Ungido. Sin embargo, en los Evangelios se percibe una constante: quienes tenían más elementos para creer, muchas veces se resisten; quienes estaban lejos —samaritanos, paganos, pobres, enfermos— son los que se abren con sencillez.

La sorpresa de Jesús ante la fe del centurión está cargada de contraste. De un extranjero, considerado impuro por la ley judía, brota una confianza absoluta en la autoridad de Cristo: “Di solamente una palabra y mi siervo quedará sano” (Mt 8,8). 

Lo que debía hallarse en la casa de Israel aparece fuera de sus fronteras. Por eso Jesús pronuncia esa sentencia que contiene, al mismo tiempo, un lamento y una apertura: los herederos naturales del Reino están rechazando la invitación, y Dios abre la mesa de Abraham a todos los pueblos.

El banquete universal del Reino

La imagen del banquete no es casual. En la tradición judía, la esperanza mesiánica se expresaba como una gran cena junto a los patriarcas, signo de comunión, alegría y plenitud. Sentarse con Abraham, Isaac y Jacob era símbolo de haber alcanzado la salvación prometida.

Al anunciar que “muchos vendrán de oriente y occidente”, Jesús rompe las fronteras exclusivistas. Ya no se trata de un Reino restringido a una sola nación, sino de una mesa abierta a toda la humanidad. El centurión romano se convierte en anticipo de lo que sería la Iglesia: un pueblo reunido no por la sangre ni por la raza, sino por la fe en Cristo.

La Iglesia como pueblo universal

Este versículo es clave para comprender el paso de la promesa a un pueblo en particular a incluir al horizonte universal. Jesús no anula la elección de Israel, pero denuncia la cerrazón de muchos de sus hijos. Dios no se ata a los límites que los hombres imponen. 

Si el pueblo elegido lo rechaza, el Reino se ofrece a todos. La Iglesia primitiva leyó en estas palabras la confirmación de su misión: anunciar el Evangelio “hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8).

Hoy, el mensaje sigue vigente. La fe no depende de la tradición recibida, sino de la apertura del corazón. Podemos estar rodeados de signos religiosos, pertenecer culturalmente al cristianismo, y sin embargo resistirnos a creer de verdad. Mientras tanto, personas consideradas lejanas o ajenas pueden mostrarnos una fe más viva, más confiada, más auténtica.

Para nuestra vida de fe

Mateo 8,11 es, al mismo tiempo, advertencia y esperanza. Advertencia, porque nos recuerda que no basta con “pertenecer” de nombre a una congregación o una denominación cristiana: lo que Dios espera es la fe real, confiada, humilde. Esperanza, porque nos anuncia que nadie queda excluido: la mesa del Reino tiene lugar para todos, sin distinción de raza, lengua o condición social.

Jesús no se complace en el rechazo de Israel, pero tampoco se resigna. Su decepción se convierte en ocasión para abrir aún más los brazos. El Reino que ofrece no es propiedad privada, sino banquete universal. Y la invitación está en pie para nosotros: ¿seremos como los que tenían todo y no creyeron, o como aquel extranjero que confió en una sola palabra de Cristo?

RELATED ARTICLES

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Most Popular

Recent Comments