En tiempos de Jesús, el pueblo de Israel vivía en medio de intensos debates doctrinales. Él no los evitó, sino que participó y los transformó en enseñanza. Hoy, la iglesia evangélica está llamada a redescubrir el valor del debate como camino de discernimiento y crecimiento en el Espíritu.
En muchas comunidades evangélicas existe un temor latente: que abrir ciertos temas doctrinales provoque división. Por eso, cuestiones que tocan la vida diaria y la fe de los creyentes suelen mantenerse en un discreto silencio. Los pastores evitan mencionarlas en público, y los miembros prefieren callar sus dudas para no ser señalados.
Sin embargo, ese silencio no significa unidad verdadera. Los temas siguen ahí, en conversaciones privadas, en inquietudes personales, en discusiones que se dan fuera de la iglesia. Reprimirlos solo genera desconfianza, dudas sin respuesta y una fe que se vuelve rígida, incapaz de dialogar con el mundo que nos rodea.
El pueblo en tiempos de Jesús era un pueblo en debate
El judaísmo del tiempo de Jesús estaba lleno de disputas internas. Los fariseos defendían la tradición oral, mientras los saduceos la rechazaban. Los primeros creían en la resurrección, los segundos la negaban. Había debates sobre el sábado, la pureza ritual, el papel del Templo y la relación con el poder romano.
En medio de esas tensiones, Jesús no se mantuvo al margen. Al contrario, participó activamente en los debates:
- Sobre el sábado, afirmó que “fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2:27), devolviéndole su sentido humanizador.
- Frente a los saduceos, defendió la resurrección de los muertos, revelando el Dios “de vivos y no de muertos” (Mt 22:32).
- Ante la trampa de los impuestos al César, respondió con sabiduría, reconociendo el señorío de Dios sobre los frutos de la tierra y de las manos del hombre l (Mt 22:21).
- Y en cuanto a la pureza, enseñó que lo que contamina al ser humano no es lo que entra en la boca, sino lo que sale del corazón (Mc 7:15).
Jesús no temió la confrontación. Cada debate fue ocasión para enseñar, liberar y mostrar la verdad del Reino.
La iglesia primitiva mostró que debatir abrió caminos
El libro de los Hechos nos muestra que los primeros cristianos también tuvieron debates profundos. El más conocido fue el que se dio en la reunión de apóstoles en Jerusalén (Hch 15): ¿debían los gentiles circuncidarse para ser parte del pueblo de Dios? No había consenso. Hubo tensiones, argumentos y diferencias.
Pero no se reprimió la discusión. Se oró, se escucharon distintas voces, y finalmente, con la guía del Espíritu Santo, la iglesia tomó una decisión que abrió las puertas a la expansión del evangelio en todo el mundo. El debate no destruyó la iglesia: la fortaleció.
El riesgo de no debatir
Cuando los temas se callan, los creyentes buscan respuestas fuera, o adoptan posturas rígidas que dividen más que el propio debate. El miedo a discutir nos encierra en doctrinas acartonadas y nos impide crecer.
El apóstol Pablo mismo debatía en las sinagogas y en las plazas (Hch 17:2, 17). Su fe era lo bastante firme como para dialogar sin temor. El silencio nunca fue la estrategia de la iglesia viva; lo fue el discernimiento en comunidad.
El modo cristiano de debatir
No se trata de discutir para ganar argumentos o humillar al hermano. El modelo bíblico nos llama a un debate en fraternidad, humildad y confianza en el Espíritu Santo.
- Fraternidad: porque el otro no es un enemigo, sino parte del mismo Cuerpo.
- Humildad: porque nadie tiene toda la verdad en sus manos.
- Confianza: porque Jesús prometió que el Espíritu nos guiaría “a toda verdad” (Jn 16:13).
El debate no es un campo de batalla, sino un espacio donde juntos discernimos la voluntad de Dios para nuestra generación.
Debatir como un acto de fe
Jesús no rehuía los debates de su tiempo. La iglesia primitiva los enfrentó con valentía. Callar por miedo a dividirnos solo nos debilita.
Hoy, abrir los espacios de discusión en nuestras comunidades no es un lujo, es un acto de fe. Confiamos en que el mismo Espíritu que guió a los discípulos seguirá guiando a la iglesia. No debatimos para dividir, sino para ser más fieles a Cristo y más auténticos en nuestro testimonio ante el mundo.
Y si miramos con honestidad, veremos que ya hay muchos temas abiertos en nuestras iglesias: el diezmo, el pastorado femenino, la historicidad de la Escritura, la homosexualidad, la relación entre fe y política, la teología de la prosperidad, la escatología o la seguridad de la salvación, entre otros muchos.
Aunque muchas veces se mencionan solo de manera velada, todos sabemos que esos temas están presentes y necesitan depurarse en un debate tan abierto como fraternal.
Callarlos no los hace desaparecer; enfrentarlos sin temor, con fraternidad, oración y apertura al Espíritu Santo puede, en cambio, ser ocasión de crecimiento y madurez para el pueblo de Dios.