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El amor que brota de la fe

El apóstol Pablo escribió: “En Cristo Jesús lo que vale no es circuncidarse o no, sino la fe que actúa por el amor” (Gálatas 5:6).

Estas palabras nacen en medio de una fuerte tensión en la comunidad cristiana de Galacia. Muchos pensaban que para ser parte del pueblo de Dios era necesario cumplir con las obras de la ley mosaica —como la circuncisión, las normas de pureza y las fiestas rituales—. Aquello se había convertido en una barrera que separaba a judíos de gentiles, y que parecía excluir al mundo entero que no pertenecía a Israel.

Pablo anuncia con firmeza que Cristo rompió esa muralla: ya no es la ley la que decide quién pertenece al pueblo de Dios, sino la gracia que brota de la cruz. Por su sangre derramada, todos —judíos y no judíos— tenemos acceso a la salvación. Y esa salvación no se mide por ritos externos, sino por algo mucho más profundo: una fe que se hace visible en el amor.

La verdadera fe nunca se queda en palabras ni en sentimientos. La fe en Cristo siempre se traduce en amor al prójimo, en gestos concretos de misericordia, en solidaridad con quien sufre. Cuando Cristo entra en la vida, nos hace nuevas criaturas, y esa novedad se expresa en la manera de amar.

Dar un vaso de agua, visitar a un enfermo, consolar a un hermano, perdonar al que nos hirió: todo esto no son añadidos opcionales, sino la señal de que la fe está viva. Una fe que no se refleja en obras de amor se vuelve estéril. Y unas obras que no nacen de la fe en Cristo se convierten en activismo vacío. Pero cuando la fe y el amor se abrazan, el Evangelio se vuelve visible.

Hoy más que nunca necesitamos una fe que ame y un amor que crea. Porque ahí, en ese encuentro, está la prueba de que Cristo verdaderamente vive en nosotros.

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