En tiempos de Pablo, muchos pensaban que la salvación dependía de cumplir las obras de la ley de Moisés: circuncidarse, guardar los ritos de pureza, observar las fiestas religiosas. Aquello, más que un camino de fe, se había convertido en una carga imposible de llevar y, sobre todo, en una barrera que dejaba afuera al mundo no judío.
Por eso Pablo proclama con fuerza: “Por gracia sois salvos, por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9).
La salvación no depende de rituales ni de méritos humanos, sino del regalo inmerecido de Dios en Cristo. Su muerte y resurrección son suficientes para abrirnos las puertas de la vida nueva.
Pero Pablo no se queda ahí. Justo después añade: “Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10).
La gracia no nos deja pasivos: nos transforma y nos impulsa a obrar con amor. Por eso dice Santiago “con mis obras te mostraré mi fe”. Y es que la obras de amor, la ayuda al prójimo, la comida al hambriento, la acogida al migrante, la visita al enfermo, enseñar al que no sabe, consolar al triste, todas son la consecuencia natural de la salvación.
Aquí vemos que la fe y las obras no se oponen. La gracia nos salva gratuitamente, pero esa misma gracia nos pone en camino de misericordia y compasión. Dicho de otro modo: la fe abre la puerta, las obras muestran que hemos entrado en la casa de Dios.
Santiago lo expresa de manera contundente: “La fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma” (Santiago 2:17). No es una contradicción con Pablo, sino una confirmación: lo que vale no son las obras vacías de la ley, sino las obras vivas que nacen de una fe auténtica.
Así, la gracia que nos libera del peso de la ley no nos deja con los brazos cruzados. Nos libera para amar, para servir, para hacer el bien. Porque si la fe no se nota en la vida, ¿de qué serviría?
