La fuerza que nos levanta… y el riesgo que no vemos
Hay sermones que nos levantan el ánimo como un torrente. Basta escuchar la historia de David enfrentando a Goliat para que medio templo quiera correr a pelear sus propias batallas.
Basta recordar a Josué tomando territorios para que alguien se convenza de que también en su vida “ha llegado el tiempo de conquistar”. Y cuando alguien predica la audacia de Nehemías reconstruyendo muros, es casi inevitable que cada oyente sienta que Dios está a punto de restaurar sus ruinas personales.
Son relatos maravillosos. Son Palabra de Dios. Son parte de la pedagogía divina. Pero algo sucede cuando estas narraciones se convierten en el centro emocional y espiritual de la vida cristiana, dejando la voz del Maestro —sus gestos, su ética, sus exigencias y su amor encarnado— en un segundo plano.
David emociona; Jesús transforma
Muchas comunidades cristianas viven sin darse cuenta dentro de una tensión: la predicación del Antiguo Testamento produce emoción, pero rara vez confronta. David nos ofrece victoria, pero no necesariamente conversión. Josué enciende el valor, pero no obliga a revisar el ego. Nehemías enseña liderazgo, pero no toca el orgullo escondido. Jesús, en cambio, cuando aparece, no da margen para escapatorias.
Jesús de Nazareth no busca levantar nuestro ánimo, aunque con frecuencia lo hace; lo que sí busca es levantar la vida entera y ponerla frente a un espejo para llevarnos a confrontarnos con nosotros mismos, a cuestionar nuestras vidas, a revisar cómo tratamos al prójimo, a revisar crudamente nuestra capacidad de perdonar a nuestros enemigos.
Es fácil gritar “¡Vence a tus gigantes!” imaginando que ese gigante es la deuda, la tristeza o el mal jefe. Pero no es igual de fácil convencerse de las palabras de Jesús: “Perdona setenta veces siete”, cuando el verdadero gigante que debemos vencer es el rencor que cargamos. Por eso mientras David nos pone de pie; Jesús nos arrodilla, y en esa arrodillada nos transforma.
Josué impulsa hacia afuera; Jesús hacia dentro
Algo parecido ocurre con Josué. La predicación sobre conquista territorial es irresistible. Esa predicación que nos dice “Dios te dará lo que pise la planta de tu pie”, “Este es tu tiempo”, “Amplía tus límites”.
Uno puede salir del templo con la certeza de que la victoria está por llegar. Pero Jesús no habla de territorios, sino de corazones. Su conquista es interior: dominar la lengua que ofende antes que dominar ciudades; someter el ego antes que someter enemigos; renunciar al deseo de controlar para aprender a servir.
Josué motiva la acción externa. Jesús transforma la vida interna. Y sin esta segunda dimensión, la primera se queda en puro entusiasmo.
Nehemías reconstruye muros; Jesús derriba los muros que separan
Nehemías seduce por su claridad y fuerza: un líder valiente, un proyecto que inspira, un enemigo que se enfrenta con estrategia. Pero mientras Nehemías reconstruye muros, Jesús los derriba. Para Jesús no hay muros, Él cruza fronteras culturales, religiosas y sociales: conversa con una samaritana, toca a un leproso, defiende a una mujer acusada, come con publicanos y pecadores.
Nehemías nos enseña a organizar. Jesús nos enseña a humanizar. Ambos hablan al espíritu, pero solo uno es norma de vida para el cristiano.
La sangre que salva… y la vida que enseña a vivir
La paradoja llega cuando notamos que, en muchas congregaciones, la frase más repetida no es una enseñanza del Maestro, sino una afirmación sobre Él: “La sangre de Cristo tiene poder”. Y es cierto, es el centro de la fe: Cristo nos salva con su entrega total. Pero Jesús no solo derramó su sangre; también vivió una vida que quiere transmitirnos, que desea contagiarnos.
Su muerte nos redime, pero su vida nos guía. Sin embargo, cuando se predica más sobre el Calvario que sobre el Sermón del Monte, la fe se queda suspendida: perdonada, sí, pero no necesariamente transformada. Jesús vino a salvarnos, pero también a enseñarnos a vivir como Él.
Cuando la predicación se vuelve autoayuda espiritual
Sin que nadie lo busque explícitamente, muchas prédicas basadas casi exclusivamente en el Antiguo Testamento terminan presentando la Biblia como un manual motivacional: declara victoria, rompe cadenas, avanza sin miedo, toma lo que es tuyo. Todo esto suena súper bien, pero no es el corazón del Evangelio.
Jesús rara vez habló así. Él dijo: “Si alguien te pide la capa, dale también la túnica” (Lucas 6,29), “vende lo que tienes y entrégalo a los pobres” (Marcos 10,21), “camina la segunda milla” (Mateo 5,41), “no acumules tesoros” (Mateo 6,19), “ama a tus enemigos” (Lucas 6,27). El contraste es profundo. La Biblia no está hecha para que nos sintamos bien, sino para que seamos nuevos.
Emoción sin conversión: la gran tentación
Y aquí está el peligro espiritual que tanto necesitamos enfrentar: cuando la emoción sustituye a la conversión, la fe pierde su orientación. Cuando la emoción es el centro de nuestra vida espiritual, perdemos a Jesús no como Salvador —ese lugar nunca se lo podrá quitar nadie— sino como Maestro. Y sin el Maestro, sin su estilo de vida, sin su ética del Reino, sin su manera de amar y de confrontar, lo que llamamos “cristianismo” puede convertirse solo en una secuencia de animaciones espirituales sin raíces profundas.
Así aparecen creyentes que conocen de memoria las hazañas de Gedeón, las estrategias de Josafat y el liderazgo de Nehemías, pero que siguen sin practicar la misericordia, sin perdonar, sin compartir, sin renunciar al orgullo, sin identificarse con los pobres y sin caminar bajo la luz del Evangelio. Es un cristianismo de emoción, pero no de encarnación; de entusiasmo, pero no de seguimiento.
Volver al Maestro
El Antiguo Testamento seguirá siendo un tesoro inmenso, y sus historias seguirán hablándonos con belleza y profundidad. Pero el cristiano vive bajo un nombre y un camino: Jesús de Nazaret.
Cuando la voz del Maestro queda opacada, la fe se convierte en refugio emocional. Cuando su palabra vuelve a iluminarlo todo, la emoción encuentra su lugar legítimo y se convierte en impulso para una vida transformada.
Volver a Jesús —a su enseñanza, a su estilo, a su autoridad moral— no reduce la grandeza del Antiguo Testamento; la ordena, la eleva y le devuelve su sentido. Porque solo Él puede convertir lo que la emoción apenas despierta.
Nota editorial
Este artículo forma parte de una reflexión más amplia sobre la lectura cristiana de la Biblia. Próximamente publicaremos un texto complementario para profundizar en el valor del Antiguo Testamento dentro de la historia de la salvación.