A pesar de que miles de millones de personas usamos la misma Biblia para acercarnos a Dios y conocerle a través de su Palabra, muchos no conciben a un Dios capaz de poner alegría en sus vidas.
Muchos al pensar en Dios piensan en un dictador de leyes con la disposición de aplicar castigos en diversos grados ante las faltas a los reglamentos. Es un Dios amenazador y exigente dispuesto a hacerte la vida incómoda y fastidiosa.
Por eso poco a poco se van alejando de él hasta que lo apartan de su vida. Llega un momento en que no saben cómo acercarse a Dios. Conocen la parábola del hijo pródigo, pero nunca la han escuchado en su corazón.
En esta parábola el verdadero protagonista es el padre. Dos veces repite el mismo grito de alegría y con él revela lo qué hay en su corazón de padre: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo he encontrado».
A este padre no le preocupa su honor, ni sus intereses, ni el trato que le dan sus hijos. No emplea nunca un lenguaje moral. Sólo piensa en la vida de su hijo: que no quede destruido, que no siga muerto, que no viva perdido sin conocer la alegría de la vida.
El relato describe detalladamente el encuentro sorprendente del padre con el hijo que abandonó el hogar. Podemos imaginarlo todos los días, asomándose por la puerta, con la esperanza de verlo venir a lo lejos, poniendo la palma extendida sobre los ojos para mejorar el enfoque, así todos los días esperando su regreso.
Hasta que por fin lo ve venir a lo lejos. Enseguida se echa a correr para salir a su encuentro. El padre lo vio venir hambriento y humillado, y dice la Biblia que fue movido a misericordia, lo que significa que se conmovió hasta las entrañas. Esta mirada buena, llena de bondad y compasión es la que nos salva. Solo Dios puede mirarnos así.
El hijo vuelve a casa, pero es el padre quien sale corriendo y busca el abrazo con más ardor que su mismo hijo. Se le echó al cuello y se puso a besarlo. Así está siempre Dios. Corriendo con los brazos abiertos hacia quienes vuelven a él.
El hijo comienza su confesión; la ha preparado largamente en su interior, pero el padre le interrumpe para ahorrarle más humillaciones. No le impone castigo alguno, no le exige ningún rito de expiación; no le pone condición alguna para acogerlo en casa. Sólo Dios acoge y protege así a los pecadores.
El padre solo piensa en la dignidad de su hijo. Hay que actuar de prisa. Manda traer el mejor vestido, el anillo de hijo y las sandalias para entrar en casa. Así será recibido en un banquete que se celebra en su honor. El hijo ha de conocer junto a su padre la vida digna y dichosa que no ha podido disfrutar lejos de él.
Quien escuche esta parábola en su corazón, tal vez llorará de alegría y agradecimiento. Sentirá por vez primera que el misterio último de la vida es Alguien que nos acoge y nos perdona porque sólo quiere nuestra alegría. Quien oiga esta parábola desde fuera, no entenderá nada. Seguirá caminando por la vida sin Dios.