Nombrar a Dios siempre ha sido un desafío. En la tradición hebrea, el Creador se reveló con un nombre impronunciable: YHWH. Un nombre que no debía ser pronunciado en voz alta, porque hacerlo sería pretender abarcar con palabras humanas al Infinito.
El misterio quedaba salvaguardado: el hombre debía inclinarse con reverencia ante Aquel que no puede reducirse a las sílabas de una lengua. Así, los israelitas preferían referirse a Él como Adonai (Señor) o HaShem (El Nombre), preservando la distancia sagrada entre lo humano y lo divino.
Pero en el Nuevo Testamento ocurre un giro decisivo. Jesús, el Hijo, nos enseña a dirigirnos a Dios con una palabra profundamente íntima: Padre. En la oración que Jesús nos enseñó se nos da licencia de acercarnos con confianza filial: “Padre nuestro que estás en los cielos…” (Mateo 6:9).
En labios de Cristo, la relación con Dios deja de ser únicamente la de un siervo con su Señor, para convertirse en la de un hijo que corre a los brazos de quien lo ama. Incluso la palabra aramea Abbá, usada por Jesús (Marcos 14:36), transmite una ternura inusual: el Dios inalcanzable ahora se muestra cercano, amoroso, protector.
Sin embargo, esa cercanía no elimina la reverencia. En la Escritura nunca encontramos a Jesús refiriéndose al Padre con un tono de confianza trivial. Él llama Abbá, pero siempre dentro de una relación de obediencia y entrega: “no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). La intimidad no es licencia para la ligereza.
Hoy, en algunos espacios cristianos, se ha popularizado llamar a Dios con expresiones como “papi”. Esta forma de dirigirse al Creador busca reflejar ternura, pero corre el riesgo de banalizar el misterio. El problema no es la confianza filial —pues somos verdaderamente hijos adoptivos en Cristo (Romanos 8:15)— sino cuando el lenguaje rebaja al Padre celestial a la categoría de un amigo informal o, peor aún, a una caricatura de la paternidad humana.
El equilibrio bíblico nos invita a mantener cercanía y reverencia en equilibrio. Dios es Padre, pero no cualquier padre: es el Santo, el Altísimo, el que habita en la eternidad y al mismo tiempo se acerca al corazón quebrantado. Llamarlo Padre nos recuerda que no estamos huérfanos, pero también nos recuerda que nuestra relación con Él se sostiene en la obediencia, la adoración y el respeto.
Quizá la clave esté en recordar que el lenguaje no puede agotar a Dios. Lo que decimos de Él son apenas balbuceos ante el Misterio. Podemos llamarlo Señor, Padre, Abbá… siempre que en nuestras palabras habite la reverencia del Antiguo Testamento y la confianza del Nuevo.
Entre el silencio que guarda el Nombre y la voz que susurra Abbá, se despliega nuestra fe.