Muchos creyentes tropiezan porque leen la Biblia como si todo fuera literal y directo. Eso los lleva a choques innecesarios con la ciencia, a malentendidos culturales y, en ocasiones, a usos dañinos de la Escritura.
Por ejemplo:
- Hay quienes piensan que es “bíblico” disciplinar físicamente a los hijos porque lo leen en Proverbios, sin considerar que era la pedagogía propia de la antigüedad.
- Otros sostienen que la mujer ocupa un lugar inferior en el hogar, basándose en ciertas cartas de Pablo, sin ver que también en esas cartas se afirma la igualdad fundamental en Cristo.
- Algunos justifican la pena de muerte a un homosexual citando literalmente Levítico 20:13, sin considerar el contexto cultural y jurídico del antiguo Israel.
- Se enseña a veces que Josué detuvo el sol y la luna en el valle de Ayalón, sin pensar en las consecuencias astronómicas que eso tendría: un colapso del sistema solar entero.
Y podríamos agregar muchos más ejemplos: pensar que la creación del mundo ocurrió exactamente en siete días de 24 horas, o que Jonás sobrevivió dentro de un “gran pez” como si fuera un reportaje científico. En cada caso, el riesgo es el mismo: reducir la Biblia a un manual de datos literales y perder de vista su mensaje profundo.
¿Qué significa dejar atrás el literalismo?
Abandonar la lectura literal no significa “acomodar” la Biblia a nuestra comodidad moderna, ni inventar excusas para no obedecerla. Significa, más bien, leerla con honestidad, con una exégesis seria y responsable.
Esto exige:
- Reconocer el contexto cultural en el que escribió el autor bíblico.
- Tener en cuenta los conocimientos de su época, sin exigirle una precisión científica que el autor no buscaba.
- Comprender que el agiógrafo transmitía un mensaje espiritual y no pretendía dar lecciones de astronomía, biología o pedagogía.
Cuando entendemos esto, descubrimos que la Biblia es mucho más profunda de lo que parece a simple vista. Ya no nos quedamos atrapados en debates estériles sobre si la tierra tiene seis mil años o millones, sino que reconocemos la gran verdad que importa: Dios creó el universo y nos llamó a vivir en él como hijos amados.
La Escritura como Palabra viva
El literalismo mata el espíritu de la Palabra. Jesús mismo reprendió a los que “escudriñaban las Escrituras” pero no eran capaces de ver que las escrituras dan testimonio de Él (Jn 5,39). La Biblia no es letra muerta, ya sea del antiguo testamento o del nuevo, es Palabra viva que apunta siempre a Cristo.
Por eso, cuando la leemos con esta perspectiva, no disminuye su autoridad; al contrario, se engrandece. Descubrimos que su verdad no depende de coincidencias con la ciencia, sino de su capacidad para siempre llevarnos a la vida nueva en Cristo.
Cuando perdemos capacidad exegética, esto es, la capacidad para comprender las escrituras en su época, en su realidad histórica, cultural, sociológica y teológica, perdemos la oportunidad de reconocer el mensaje original y corremos el riesgo de interpretar la Palabra como nos place y complace.
Por eso precisamente muchos predicadores terminan predicando la prosperidad, el confort, el beneficio personal, las posesiones materiales y se pierden la oportunidad de reconocer el mensaje salvífico de Jesús, en cuyo centro está la construcción del Reino de Dios en la Tierra.
La interpretación exegética, esto es, extraer de las escrituras el significado original de un texto, nos llevará a una interpretación más cercana a la voluntad de Dios sobre nuestras vidas.
La Biblia no se entiende reduciéndola al literalismo. Se entiende cuando reconocemos su diversidad de géneros, su contexto histórico y cultural, y su centro en Jesucristo. Leerla así no es relativizarla, sino tomarla en serio.
Lo que Dios quiso comunicar a través de autores humanos sigue vigente: un mensaje de salvación, de amor y de vida plena. Y esa es la verdad que ningún creyente debe perder de vista.