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La fe se ve en el amor al prójimo

Como cristianos evangélicos sabemos que lo esencial en nuestra vida es haber tenido un encuentro personal con Jesucristo. La salvación no depende de nuestra membresía en una iglesia, ni de cuántas obras hagamos, sino de haberle entregado el corazón al Señor y reconocer que en su sacrificio en la cruz encontramos el único acto verdaderamente salvífico. Esa certeza nos llena de gratitud y de paz.

Sin embargo, al leer el Evangelio nos encontramos con pasajes que nos hacen reflexionar sobre cómo esa fe se expresa en nuestra vida diaria. Uno de los más desafiantes es Mateo 25, donde Jesús habla del día del juicio y se identifica con los hambrientos, los sedientos, los extranjeros, los enfermos y los encarcelados. Allí no se nos presenta un nuevo requisito para ser salvos, sino un retrato del fruto que brota de un corazón transformado por Cristo.

Podemos decir que esas acciones de amor —dar de comer, visitar, acompañar— funcionan como un termómetro espiritual. No producen la salvación, pero sí la reflejan. Sí no damos de comer al hambriento, de beber al sediento, si no hospedamos al migrante, y visitamos al enfermo, entonces eso indica que algo está mal con nuestra fe.

 Así como un árbol sano da fruto, un creyente que vive en comunión con Jesús produce naturalmente actos de compasión. Y del mismo modo que la ausencia de fruto señala un problema en el árbol, la ausencia de misericordia nos alerta de que algo en nuestra fe necesita renovarse.

Esto nos recuerda que la fe no es un sentimiento privado ni una declaración verbal solamente. La fe verdadera se ve en el amor. No amamos para ser salvos, sino porque hemos sido salvados, amamos. La gracia que recibimos nos impulsa a ver a Cristo en “los más pequeños” y a servirlos como a Él mismo.

Por eso, como evangélicos, no podemos pasar de largo ante este llamado. No lo vivimos como una obligación pesada ni como una forma de ganar méritos, sino como la oportunidad de mostrar al mundo que nuestra fe es auténtica, viva y agradecida. Mateo 25 nos anima a examinar nuestro corazón y preguntarnos: ¿está nuestra relación con Jesús siendo visible en la manera en que tratamos a los demás?

La salvación es por gracia, pero la vida transformada por esa gracia se reconoce en el amor al prójimo. 

Ese es el testimonio que el Señor espera de nosotros, y es también el legado que podemos dejar en este mundo necesitado de esperanza y compasión.

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