En la vida cristiana, cada uno atraviesa pruebas distintas. Unos llevan la carga de la enfermedad, otros sufren por la pérdida de un ser querido, hay quienes enfrentan la escasez, otros la soledad. Cada corazón conoce su propio dolor. Y, sin embargo, todos compartimos una verdad que nos sostiene: Dios es misericordioso y su amor es perfecto para con nosotros.
Dios ya conoce nuestro desierto
El Señor conoce de antemano lo que vivimos. Como enseña el salmista: “Aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda” (Salmo 139:4). Nada de lo que sufrimos le es ajeno. Pero el hecho de que Dios conozca nuestra necesidad no significa que debamos guardar silencio. Al contrario, Jesús nos invita: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Mateo 7:7).
Orar no es informar a Dios, porque Él ya lo sabe, orar es demostrarle nuestra confianza. Es poner nuestra fe en acción. Es reconocer que nuestra fuerza no basta y que dependemos de su gracia.
La fidelidad de Dios y nuestra falta de fe
La Escritura afirma: “Si fuéremos infieles, él permanece fiel; él no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2:13). Dios nunca falla. Son nuestros temores y dudas los que nos apartan de experimentar la plenitud de sus promesas. Por eso Jesús preguntaba a los enfermos y necesitados: “¿Quieres ser sano?” (Juan 5:6), o decía: “¿Crees que puedo hacerlo?” (Mateo 9:28).
La pregunta sigue vigente para nosotros hoy. ¿De verdad creemos que Dios tiene poder para intervenir en nuestro dolor? ¿O seguimos cargando solos el peso, como si Él no existiera?
Las cuatro vías para acercarnos a Dios con nuestras peticiones
- Reconocer su amor: Antes de pedir, debemos recordar que Dios es Padre. No se trata de convencerlo, sino de confiar en que nos ama y quiere lo mejor para nosotros.
- Presentar nuestro dolor con sinceridad: Jesús mismo, en Getsemaní, oró con angustia: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39). Nuestras oraciones no deben ser discursos adornados, sino expresiones auténticas de lo que sentimos.
- Afirmar nuestra fe en sus promesas: La fe no es negar la realidad del dolor, sino creer que Dios tiene poder para transformarla. Como Abraham, debemos estar “plenamente convencidos de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido” (Romanos 4:21).
- Esperar con paciencia y esperanza: La respuesta de Dios no siempre es inmediata ni coincide con nuestros planes. Pero podemos confiar en que su voluntad es buena, agradable y perfecta (Romanos 12:2).
Un Dios que escucha y responde
Dios no es indiferente a nuestra situación. Nuestra fe débil nos puede hacer pensar que Dios no se ocupa en nosotros. Pero una y otra vez Dios nos muestra que es fiel a sus promesas. Por eso la Palabra nos asegura: “Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces” (Jeremías 33:3). No siempre responde como imaginamos, pero siempre responde con amor.
Acercarnos a Dios con nuestras peticiones es un acto de confianza, de humildad y de fe. No es un desahogo emocional, sino una declaración de que creemos en el Dios vivo que cumple lo que promete. Y aunque nuestra fe sea pequeña, recordemos que Jesús dijo: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza…” (Mateo 17:20). Lo importante no es la magnitud de nuestra fe, sino en quién la depositamos.