El apóstol Pablo escribió: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
Con estas palabras nos recuerda que la fe en Cristo no es una teoría, ni un recuerdo de lo que Él hizo en el pasado, sino una experiencia viva que transforma la existencia presente.
Cuando el Evangelio nos alcanza, no solo cambia lo que creemos, también cambia lo que somos. Ya no vivimos para nosotros mismos, sino para Aquel que murió y resucitó por nosotros. Y ese cambio se nota: la mirada hacia los demás se vuelve más compasiva, las palabras se vuelven más cuidadosas, y los gestos más generosos.
A veces nos preguntamos: ¿importa lo que Jesús hizo en su ministerio terrenal? Claro que sí. Su compasión con los enfermos, su cercanía con los que sufren, su ternura con los niños y su justicia frente a los poderosos son el espejo de lo que significa ser “nueva criatura”. Pero ahora lo conocemos no solo como el Maestro que caminó en Galilea, sino como el Señor resucitado que vive en nosotros y nos da la fuerza para amar como Él amó.
La fe en Cristo nos hace nuevos, y esa novedad no es un sentimiento abstracto: es una vida que se expresa en amor al prójimo, en perdón, en reconciliación y en obras de misericordia. No se trata de poner la fe de un lado y las obras de otro, como si fueran enemigas. La fe nos lleva naturalmente a vivir de una manera nueva, y esa vida se traduce en hechos de bondad que hablan más fuerte que las palabras.
Hoy más que nunca necesitamos cristianos que encarnen esta novedad de vida. Hombres y mujeres que, renovados por la fe, hagan visible al Cristo vivo en la forma en que tratan a los demás. Porque si el Evangelio no se nota en nuestra manera de vivir, ¿dónde se notará?
