El debate sobre el título de “Corredentora” no es una batalla entre devotos y escépticos, sino una pregunta honesta: ¿amamos a María como ella es o como preferiríamos que hubiera sido?
En los últimos años ha vuelto a circular con fuerza, en ciertos ambientes eclesiales, la idea de proclamar un nuevo dogma mariano bajo el título de María Corredentora. El tema no es nuevo, pero el clima que lo rodea es peculiar: aparece y desaparece como ola devocional, suele encender debates más emocionales que teológicos y, con frecuencia, se discute más desde afectos personales que desde una mirada reposada sobre la fe.
Incorporarse a la reflexión sobre si debe o no atribuirse a María de Nazareth la cualidad de ser corredentora no debe pretender desautorizar el amor hacia María —que es parte viva de la tradición cristiana—, sino de preguntar con honestidad: ¿estamos honrándola realmente al convertirla en algo que ella nunca pretendió ser?
Conviene comenzar por un hecho histórico que suele olvidarse: a lo largo de la historia del cristianismo, el amor hacia María ha generado también excesos. Los evangelios apócrifos, por ejemplo, no nacieron de un rechazo a la figura de Jesús o de María, sino de un fervor que quiso adornarlos con prodigios y rasgos sobrehumanos que no corresponden a la fe apostólica. Es una tentación comprensible: cuando el afecto es grande, se corre el riesgo de idealizar hasta deformar. Y es legítimo preguntarse si algo similar ocurre hoy cuando se propone elevar a María al rango de “corredentora”, especialmente si ese título sugiere —aunque no sea la intención— una cercanía a la redención divina que desborda lo que la Escritura y la tradición permiten afirmar.
La maternidad de María es un misterio enorme, pero no mágico. La fe cristiana enseña que Jesús es una sola Persona divina con dos naturalezas: una divina, eterna; otra humana, asumida de María. Esto implica algo fundamental: María no transmite divinidad, transmite humanidad. Su maternidad es real y sagrada, pero no convierte a su Hijo en Dios; más bien, es Dios quien, libremente, decide nacer de ella.
La Encarnación no es un fenómeno biológico, sino un acto soberano del Hijo eterno. Por eso la divinidad de Cristo no proviene de la sangre de María, ni del ADN familiar, ni de una herencia mística. Si así fuera, los parientes de Jesús mencionados en los evangelios tendrían también una participación en la divinidad, lo cual es teológicamente insostenible y contrario a la fe cristiana en todas sus tradiciones.
Afirmar esto no disminuye a María; al contrario, la coloca en su verdadera grandeza. María es la criatura que respondió con la totalidad de su ser al llamado de Dios. Su “sí” en la Anunciación no es un gesto automático, sino una decisión libre y valiente.
Su presencia al pie de la cruz, según la versión juanina de su pasión y muerte, no es una obligación, sino el acto supremo de fidelidad. Su participación en la comunidad cristiana primitiva no es un privilegio político, sino la expresión de una fe madura. Esa cooperación es real y profunda. Pero, teológicamente hablando, cooperar no es co-redimir. Acompañar no es sustituir. Seguir a Cristo no es compartir su identidad divina.
Aquí surge el problema central del título “corredentora”. Aunque históricamente algunos teólogos utilizaron esa palabra en un sentido más suave —cooperadora, pero no igual a Jesús—, en el lenguaje actual la partícula “co-” sugiere inevitablemente una igualdad de funciones como coautor, copresidente o codirector.
Eso es exactamente lo que la Iglesia quiere evitar cuando pide no usar el término de “corredentora”: no para disminuir el papel de María, sino para evitar confusiones doctrinales que pueden llevar a pensar que la redención es obra conjunta de Cristo y de su Madre.
La tradición cristiana es unánime en este punto: la redención es un acto de Dios, realizado en Cristo, y ninguna criatura —por más santa que sea— puede ocupar ese lugar.
Vale la pena decir con claridad lo que muchos fieles piensan y pocas veces se articula públicamente: María no necesita títulos que la acerquen artificialmente al nivel de Cristo. Lo que la vuelve grande no es participar de la esencia divina, sino haber vivido la fe humana en su expresión más pura. Su grandeza no es ontológica, sino espiritual. No es una divinidad en miniatura, sino la criatura que llevó al extremo la confianza en Dios.
Convertir a María en “corredentora” —en un sentido fuerte, causal o cuasi-divino— no la honra; la desfigura. Le quita su verdad más hermosa: ser totalmente humana. Y le quita también su lugar más valioso para nosotros: ser la hermana mayor en la fe, la discípula que nos precede, la mujer que desde su pequeñez dejó que Dios fuera Dios en ella. Allí está su luz. Allí está su misterio. Allí está su intercesión. Allí está su santidad.
Amar a María no significa convertirla en lo que no fue. Significa contemplarla como es: creatura amada, elegida, llena de gracia, sí; pero creatura al fin. El esplendor de María no nace de una divinización que nunca pidió, sino de su disponibilidad radical a la acción de Dios.
Esa verdad, más sencilla y más profunda, es la que realmente une a los cristianos, más allá de devociones y sensibilidades: la fe que no exagera, la teología que no se rinde al fervor, y el amor que no necesita títulos para reconocer a la Madre del Señor como bienaventurada entre todas las mujeres.
Nota aclaratoria para lectores no católicos
El debate sobre el título “María Corredentora” pertenece sobre todo al ámbito interno del catolicismo. No implica que la Iglesia católica esté revisando la identidad de Jesús ni cuestionando su papel único como Redentor. Por el contrario, la discusión surge precisamente porque el catolicismo quiere evitar expresiones que puedan —incluso sin intención— oscurecer o confundir la centralidad absoluta de Cristo.
Para muchos cristianos no católicos, este tipo de controversias puede parecer extraño o innecesario. Conviene entonces aclarar algunos puntos fundamentales que todas las grandes tradiciones cristianas comparten:
1. Jesús es el único Redentor.
Todas las denominaciones cristianas —católicas, protestantes, evangélicas, pentecostales y ortodoxas— afirman que la redención es obra de Cristo, y de nadie más. Ninguna tradición cristiana enseña que María sea divina.
2. María es venerada, no adorada.
La Iglesia católica distingue entre la adoración que corresponde únicamente a Dios (latría) y la veneración o reconocimiento de figuras santas (dulía), entre las cuales María ocupa un lugar especial (hiperdulía). Para los católicos, esto no la sitúa al nivel de Dios.
3. La palabra “corredentora” no significa “co-redentora” en el sentido de dos redentores.
Históricamente algunos teólogos utilizaron el término para expresar que María cooperó humanamente en la historia de la salvación (al aceptar ser la madre de Jesús y acompañarlo hasta la cruz), pero no que tuviera poder divino. El lenguaje moderno ha vuelto este término confuso, por eso hoy muchos católicos —incluyendo a teólogos y obispos— recomiendan no usarlo.
4. La discusión no afecta lo esencial del cristianismo.
Todos los cristianos creen que solo Cristo salva; que Dios es uno; y que María es una criatura amada y bendecida, pero criatura al fin. La controversia actual no busca cambiar esas verdades, sino evitar malentendidos.
Para los lectores que provienen de iglesias protestantes o evangélicas, vale la pena señalar que el diálogo ecuménico ha mostrado que la espiritualidad mariana católica no pretende competir con la centralidad de Cristo. Más bien busca reconocer el papel humano de una mujer que, desde la fe, dijo sí a un llamado extraordinario.
En síntesis: María no es una segunda redentora ni una figura divina en el catolicismo, y la discusión sobre el título “corredentora” existe precisamente para que eso quede claro, también para quienes miran el cristianismo desde fuera o desde otras tradiciones.