Quizá todos hemos escuchado el clásico cuestionamiento que se nos hace a los cristianos: “¿Por qué ustedes dicen una cosa y en su vida hacen otra? Ese tipo de cuestionamientos es lo que nos recuerda que la congruencia es y debiera ser, un signo de distinción de un cristiano.
No hay nada más incongruente que un cristiano sin amor por el prójimo, insensible ante el dolor ajeno, o que daña deliberadamente a terceras personas, por eso debemos asumir como un verdadero reto que la Palabra de Dios se convierta en una forma de vida y no solamente en una convicción de fe.
Nuestro sistema de convicciones debe incluir que el amor de Dios no sólo nos hace prósperos, no sólo nos ayuda a superar nuestros problemas personales o familiares, sino que nos convierte en mejores personas para con el mudo y en mejores miembros de la sociedad.
Históricamente los cristianos proliferaron por el mundo, porque muchas personas se impresionaban con el comportamiento ejemplar de los cristianos en la sociedad, pues no sólo no dañaban, no sólo no robaban, no sólo no mataban, sino que daban muestras de amor al mundo sin ser del mundo, y un ejemplo de ello es que al llegar las pestes abrigaban y alimentaban a los contagiados. Obviamente, al recuperarse, los enfermos ya sanados se incorporaban a la comunidad cristiana.
Con el testimonio de los apóstoles nacieron las primeras comunidades cristianas que rápidamente se extendieron por el imperio romano. La forma de vivir y de amarse de los primeros cristianos se convirtió en un foco de atracción para muchos, lo que explica la rápida expansión del cristianismo por el mundo.
La doctora en Teología Bíblica, Carmen Bernabé (1), señala que “Para entrar a formar parte de la comunidad (cristiana), quienes lo solicitaban tenían que seguir un proceso de resocialización en el que adquirían nuevos hábitos de vida referentes a la atención y acompañamiento a las personas más vulnerables, al uso del dinero, a una pobreza asumida con el objeto de compartir bienes, a formas de comer y beber, o de relación sexual, que eran críticas en el modo de vivir (en el imperio romano)”.
La iglesia ayuda y debe seguir ayudando a desprotegidos, pero debemos cuidar que el motivo por el que lo hacemos no es para atraerlos a nuestra fe, sino que lo hacemos porque somos impulsados por el amor al prójimo.
Si nuestras iglesias cristianas retoman el espíritu que las guió a tener un estilo de vida socialmente ejemplar, de amor al prójimo sin considerar su fe, con una estatura moral incuestionable, de solidaridad con los vulnerables, con familias íntegras, con matrimonios sólidos, no solamente tenderemos una positiva influencia en el mundo, sino que, como en las primeras comunidades cristianas, la consecuencia será un crecimiento inevitable.
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(1) Carmen Bernabé, doctora en Teología Bíblica, profesora titular de Nuevo Testamento en la Universidad de Deusto y directora de la Asociación Bíblica Española. Citada en ReligiónyLibertad.com.