Dios nos ha creado con un deseo y tendencia natural a la felicidad. No hay persona que en su sano juicio busque la desdicha o sentirse vacío. Dios nos crea inteligentes y libres, por eso aspiramos a la verdad, al bien, a la belleza y al amor, buscando con ello una vida en plenitud.
Sin embargo, el mundo nos hace confundir la felicidad con el bienestar, el amor con el placer, la paz con la ausencia de problemas, la verdad con el éxito profesional o económico. Incluso esa confusión nos lleva a incluir en nuestras oraciones la petición de dinero y objetos materiales en vez de pedir el bien, el amor y la felicidad.
En este sentido, conviene distinguir claramente entre felicidad y bienestar, entre felicidad y placer. Necesitamos tener una idea clara de lo que es la felicidad, pues de otra manera podemos caer en confusiones. Por ejemplo, podemos creer que la felicidad es el estado interior que experimentamos cuando alcanzamos la posesión de bienes y el logro de metas.
Creer que la felicidad la da la posesión de bienes hacer que nos olvidemos que la felicidad es la condición humana que sentimos cuando se satisfacen nuestros anhelos de el bien, la verdad, el amor y la paz. En otras palabras, la felicidad es la satisfacción que sentimos cuando permitimos que Dios mismo llene nuestros corazones.
Es fácil confundir la felicidad con el bienestar, el placer, el éxito, el poder, la posesión de algunos bienes, la ausencia de dificultades, etc., pero nada de eso, puede llenar el corazón humano, no lo puede colmar ni satisfacer plenamente.
Vivimos en un mundo lleno de recursos donde los avances de la ciencia, la tecnología, el conocimiento y el bienestar han alcanzado niveles antes insospechados para la humanidad. Sin embargo, los niveles de insatisfacción y la sensación de vacío se ha incrementado en muchas personas, aún teniéndolo aparentemente todo. Más aún, este tipo de experiencias es más fuerte en los países altamente desarrollados.
Lo que sucede es que, si bien Dios pone a nuestra disposición el bien más grande y maravilloso que son las personas y el amor, nada ni nadie tiene la posibilidad ni la capacidad de colmar nuestros más profundos deseos, sino solamente Dios.
La felicidad que tanto deseamos tiene un nombre, el de Jesús de Nazaret, Sólo él da plenitud de vida a la humanidad. Quien deja entrar a Cristo en su vida hace la vida libre, bella y grande.
Tener dinero nos da la posibilidad de ser generosos y hacer el bien a los demás, pero por sí mismo, no es suficiente para hacernos felices. Estar altamente calificado en determinada actividad o profesión es bueno, pero esto no nos llenará de satisfacción.
Llegar a la fama, no nos hace felices. La felicidad es algo que todos quieren, pero una de las mayores tragedias de este mundo es buscarla en los lugares equivocados. La clave para esto es muy sencilla: la verdadera felicidad se encuentra en Dios.
Necesitamos tener el valor de poner nuestras esperanzas más profundas solamente en Dios, no en el dinero, la carrera, el éxito mundano o en nuestras relaciones personales, sino sólo en Dios. Sólo él puede satisfacer las necesidades más profundas de nuestro corazón.
El concepto de felicidad para un creyente es distinto al que maneja el mundo. Un creyente piensa y actúa como discípulo de Cristo. La fuente de nuestra alegría está en quien nos ha elegido para salvación. Como discípulos somos motivados a imitar al Señor. La fe en Jesús nos garantiza la alegría eterna en los cielos. Tener esa felicidad también es posible aquí en la tierra, cuando vivimos como copias de Jesús.