Ha habido casos en que cuando un hermano cristiano por circunstancias diversas se ve en la necesidad de abandonar la congregación y se integra a otra, al reencontrarse con sus miembros es recibida o saludada de manera desagradable, ya sea con frialdad o fingida o hasta grosera.
Pareciera que por el hecho de abandonar la congregación se deja de ser hermano en Cristo y por eso se vuelven indiferentes y hasta hostiles hacia los hermanos que por distintas razones se fueron a otras iglesias.
No siempre se justifica cambiar de congregación, pero en otros casos el cambio es necesario e inevitable. Pero ya sea por razones legítimas o no, la realidad es que los creyentes cambian de Iglesias y por eso debemos recordar algunas verdades de la palabra de Dios con respecto al tema:
PERTENECEMOS AL MISMO CUERPO
Aunque nos congregamos en diferentes iglesias, todos los creyentes somos miembros del mismo cuerpo. Pablo les dijo a los romanos “así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros” (Romanos 12:5).
Esta analogía que el apóstol usó para describir la naturaleza de la iglesia es muy reveladora y nos ayuda a entender que hay una interdependencia entre los creyentes, tal como la que hay entre los miembros del cuerpo humano.
Aunque somos distintos, estamos unidos y dependemos los unos de los otros por qué Dios nos ha colocado en un solo cuerpo: la iglesia de Cristo.
PERTENECEMOS A LA MISMA CABEZA
Cuando Pablo le está dando instrucciones a los esposos cristianos de Efeso les dice que “Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo…” (Efesios 5:23). Esto nos recuerda que todos los creyentes, al margen de la iglesia local en la que nos congregamos, pertenecemos a la misma cabeza.
Nuestra vida y crecimiento provienen de la misma fuente y los cristianos dependemos y estamos bajo esa única autoridad que es Cristo.
TENEMOS MUCHO EN COMÚN
En la misma carta a los Efesios, el apóstol exhorta a los creyentes diciendo “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” ( Efesios 4:3). Luego desde el verso 4 al 6, Pablo describe las verdades que componen esa unidad: un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanzade vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos.
Esto quiere decir por ejemplo, que al tener una misma esperanza, los creyentes estaremos juntos por la eternidad en los cielos; que tenemos el mismo Espíritu que nos dio vida y ahora nos santifica; que tenemos el mismo Señor a quien servimos y que somos hijos del mismo Padre.
ESTAMOS LLAMADOS A LA UNIDAD
Por lo tanto, los creyentes estamos llamados en todo momento a guardar y preservar la unidad del Espíritu pues tenemos muchas cosas en común. Debemos evitar una actitud sectarista pensando que aquellos que se van de nuestras iglesias se convierten en extraños y enemigos.
Entendemos que al cambiarse de iglesia, el grado de comunión no será el mismo, pero el hecho de que un creyente se vaya a otra congregación no justifica una actitud de rechazo, repudio e indiferencia por parte de los hermanos que se quedan. Una actitud así dista mucho del carácter cristiano y de la visión que Pablo tenia de la iglesia.
Las constantes exhortaciones de nuestro Señor y de los escritores del Nuevo Testamento, están orientadas a fomentar el carácter piadoso, la compasión, la misericordia y el amor fraternal.
“Ama a tu prójimo como a ti mismo” decía Jesús. “Soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor” decía Pablo. Santiago por su parte decía que la sabiduría divina es “pacífica, amable, benigna, llena de misericordia, sin incertidumbre ni hipocresía” (Santiago. 3:17).
El autor de la primera carta de Juan quizás fue quien mas abundó sobre el tema y lo resumió con firmeza diciendo: Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano. (1 Juan 4:20-21).
Por eso, los creyentes debemos brindar amor y misericordia a otros hermanos. No es correcto desechar, repudiar y tratar como extraños o enemigos a quienes abandonan nuestras iglesias.
Si Cristo amó a Su iglesia y se entregó a sí mismo por ella (Efesios 5:25), entonces pidamos al Señor que nos conceda su gracia para también amar a Su iglesia, para la edificación del Reino de los cielos, para nuestro provecho y para la gloria de Dios.