Para muchas mujeres el hogar es un campo de guerra, donde algunas lamentablemente encuentran la muerte a consecuencia de brutales golpizas.
La violencia intrafamiliar es un problema que ya debe detenerse. La preocupación de los cristianos sobre este problema no es menor. Y es que, de acuerdo con el Instituto Nacional de Salud Pública y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, sólo 3 de cada 10 niños son educados en un entorno libre de violencia. Es decir, el 70% de los niños en México viven bajo algún tipo de violencia física, psicológica o simbólica.
Otros datos duros los revela la Encuesta de Cohesión Social para la Prevención de la Violencia y la Delincuencia del INEGI: el 50% de jóvenes de entre 12 y 29 años viven situaciones de conflicto constante que no son resueltos dentro de sus hogares; y de este porcentaje, el 44.2% evita convivir con sus familiares debido a estas situaciones de conflicto, lo que favorece el consumo de sustancias adictivas en niños y adolescentes.
De igual forma, resulta alarmante el número de mujeres que son golpeadas dentro del hogar. Son ellas las principales víctimas de violencia intrafamiliar con el 70.7% de los casos, según datos del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia.
En efecto, para muchas mujeres, el hogar es más bien un campo de guerra donde sufren graves heridas de toda índole, donde es más fácil cometer suicidio como aparente salida ante su dolor, y donde lamentablemente algunas encuentran la muerte como consecuencia de las brutales golpizas que les propinan sus parejas.
La violencia intrafamiliar es un fenómeno sumamente complejo, y por lo tanto, la solución requiere múltiples enfoques y un trabajo interdisciplinario y conjunto por parte de diversos órganos sociales, políticos y espirituales.
Cómo cristianos tenemos el deber de promover que en los hogares se cultive el respeto de unos por otros, el amor, el diálogo, la reconciliación y el manejo adecuado de los conflictos.
Es necesario que cuidemos de nuestras propias familias; que ejerzamos la denuncia de las personas y situaciones que favorecen el desarrollo del problema; motivemos el replanteamiento de la educación, y exijamos la impartición de justicia, la custodia de los derechos humanos, y la atención solidaria a las víctimas.
Los cristianos podemos aportar mucho proclamando y ofreciendo la única fuerza capaz de sanar y transformar los corazones desde la raíz: el amor de Dios, y favoreciendo al máximo posible que los agresores se abran a la acción de Dios y puedan sanar las profundidades del corazón.
El corazón de un agresor de sus propios familiares, muchas veces es un corazón herido en el amor, incapaz de resolver por sí mismo sus problemas más profundos, carente de unidad y de equilibrio, incompetente en el manejo de sus impulsos y reacio para abrirse al amor humano y al amor divino. El único camino para el arrepentimiento y obtener la redención es el amor de Cristo.